Las naranjas de Lind
Por Gonzalo Casino
Con la distancia de los siglos y el salto en las condiciones de vida y salud, parece mentira que el escorbuto fuera una epidemia tan mortífera. El carácter epidémico de la enfermedad se hizo patente a partir del siglo XV, cuando empezaron las largas singladuras marinas en las que las tripulaciones se veían diezmadas por la deficiencia prolongada de vitamina C. Hoy nos parece increíble que entre los siglos XVII y XIX pudieran morir un millón de marineros en todo el mundo por la carencia de una sustancia que está presente en alimentos tan comunes como las frutas y verduras. Por más que almirantes, capitanes y médicos, principalmente de la marina inglesa, se devanaban los sesos sobre la causa de la llamada “peste del mar” o “peste de las naves”, sus sospechas no iban mucho más allá de la madera verde de las naves o del viento frío del mar. Y para combatirlo se propugnaban remedios tan peregrinos como la ingesta de mostaza, caldo de pollo, luciérnagas, sangre de cobaya, soda o aceite de vitriolo (ácido sulfúrico diluido). El escorbuto fue considerado una enfermedad contagiosa hasta que se descubrió que era simplemente un déficit nutricional y, finalmente, se aisló la vitamina C en 1927.
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